Dancing for the train

Si alguna vez, querido lector, se encuentra en la situación de vivir en una gran ciudad como Londres, como yo me encontraba el pasado miércoles 24 de Octubre, es posible que le suceda que el conmutar de casa al trabajo se convierte una parte importante de su rutina diaria. No importante por contribuir significativamente al resultado del día, pero sí en cuanto a la cantidad de tiempo invertida en viajar. Si alguna vez se encuentra, además, en la situación de tener una mente analítica, como me sucede a mí, es posible que a menudo se dedique a la consideración de su papel en esta rutina.

Metros, trenes, buses... convierten a las personas en entes sin rostro, todas iguales. Un sentido o el otro, suben o bajan... no importa. Los llaman medios de transporte colectivo. Es un nombre bonito. A mí me parece transporte en masa. Parece que colectivo suena mejor. Colectivo evoca una experiencia compartida, mientras que en masa despersonifica la mercancía humana que es transportada. Ganas una hora, pierdes una hora.


Pero el miércoles 24 de Octubre no. El miércoles 24 de octubre sucedió algo, hubo un cambio. Las leyes de la rutina se alteraron, probablemente enfureciendo a algún que otro agente místico del aburrimiento, si es que existen tales cosas como agentes místicos del aburrimiento. Existan o no, el caso es que sí, algo sucedió: un ente sin cara, de repente y contra todo pronóstico, tuvo rostro. Y, ¿quién fue el detonador de esta circunstancia?, se estará sin duda preguntando el lector, si se encuentra en la situación de tener una mente altamente responsiva a la curiosidad, como me encuentro yo y se encuentran la mayoría de las personas. Pues bien, si estan pensando que el causante del incidente fui yo, siento decir que no fue así. La gloria le corresponde a una niña de 12 años llamada Helene.

Llegados a este punto, me gustaría hacer una pausa y aclarar que en realidad no conozco la edad exacta de Helene, pero 12 me parece una estimación bastante apropiada. También me gustaría aclarar que no conozco el nombre exacto de Helene, y probablemente en este caso Helene no sea una estimación tan apropiada como lo serían Lucy o Claire. La primera razón para escoger Helene es que me pareció que Helene necesitaría un nombre. La segunda, es en honor a otra niña de 12 años que conocí en el pasado, que sí tenía exactamente 12 años y que sí se llamaba exactamente Helene, y que vino a mi memoria cuando traté de estimar la edad de la recién bautizada Helene. Dicho esto, volvamos al 24 de Octubre para proseguir con la historia.

Al principio, no supe bien lo que estaba pasando. Pensé que Helene simplemente estaba jugando, saltando de aquí para allá. Pensé que se miraba los pies porque estaría estrenando unos zapatos nuevos que le agradaban especialmente. A ratos, detenía el juego para sonreir a su madre, que devolvía la sonrisa. Pero, de pronto, pasaron dos cosas, tan seguidas que no puedo recordar en qué orden sucedieron, o si ocurrieron a la vez.

En primer lugar, sus movimientos me resultaron tremendamente familiares, y tuve un flash-back en mi cabeza en el que recordé la escena de Billy Elliot donde baila por primera vez delante de su padre, con los brazos muy rectos y la espalda bien derecha, levantando mucho las rodillas.

La segunda cosa que ocurrio, aunque insisto en que quizá fuese la primera, es que había algo extraño en la forma de moverse de Helene. Saltaba de aquí para allá, ahora a la izquierda, ahora al frente, y luego giraba y giraba... pero sus movimientos no eran completamente aleatorios. Y además, hacía pausas al cambiar, hacía pausas durante las cuales se notaba que trataba de hacer memoria. Hacía memoria para recordar... estaba tratando de recordar algo, ¡trataba de recordar un patrón! Sus movimientos, seguían un patrón, y de repente se hizo evidente que el juego era un baile, ¡estaba danzando!


Los pies de Helene se movían de aquí para allá, ganando seguridad y perdiendo vergüenza, bajo la atenta mirada de su madre. De pronto, sus manos se alzaron y empezaron a moverse también. No sabría identificar qué clase de baile estaba presenciando. Los golpes de talón y puntera en el suelo me hicieron pensar en claqué, y los gestos de las manos me recordaron a las jazz hands. El lector comprenderá que, durante un instante, me sentí apenado por no tener suficientes conocimientos de danza para reconocer lo que estaba viendo. Pero también comprenderá que un instante era todo el tiempo que podía estar apenado mientras tan inesperado espectáculo se desplegaba ante mí.

Así que Helene siguió bailando y bailando, parando cada poco para recordar el siguiente paso, buscando la mirada aprobadora de su madre, y también espiando las reacciones del público que, en aquella mañana del 24 de Octubre de Londres, contra todo pronóstico, había sido arrancado de su rutina durante la espera al tren.

Y entre ellos me encontraba yo, con un libro a medio cerrar olvidado entre las manos, y completamente incapaz de ocultar mi conmoción. Estaba completamente paralizado, con los ojos fijos en cada paso de Helene y media sonrisa pintada en mi cara. La sonrisa del que sabe que está siendo espectador de un suceso único, algo exquisitamente irrepetible.


Mientras me disponía en mi interior a guardar mi libro en un bolsillo para disponer de mis dos manos y componerlas en un ferviente aplauso, el tren llegó a la estación y Helene y su madre se subieron a él. Y así, el hechizo terminó.

Así que si alguna vez, querido lector, se diera el caso de que se encuentre en la situación que yo me encontré el miércoles 24 de octubre, mantenga los ojos bien abiertos y atesore cada instante. Londres es una ciudad inmensa, llena de entes sin rostro. No puede uno despistarse, porque podría estar perdiendo la oportunidad de ver bailar a Helene. Aquél día su ilusión por bailar me acompañó el resto de la mañana, y vuelve a despertarme media sonrisa de idiota cada vez que la recuerdo. Me gusta pensar que Helene sigue por ahí, bailando en otras estaciones mientras espera al tren, y despertando a otros entes sin rostro.

Un saludo,
Adán.


Leyenda de las fotografías:
  1. Loughborough Junction alrededor de los años 1950 (fuente).
  2. Fotograma de Billy Elliot
  3. Loughborough Junction en la actualidad.

4 comentarios:

  1. Es maravilloso como, sin darse cuenta, un desconocido te alegra el día haciendote partícipe de su vida con detalles así.
    Creo que los medios de transporte son colectivos porque son una experiencia en común, compartida. El problema es que la mayoría nos hemos olvidado de como disfrutarla, porque a pesar de ir rodeados de gente, vamos solos...
    Desde que leí esto[1], intento hacer el ejercicio de sonreír a la gente por la calle, esté de humor o no. Es mi manera de pagarle a las Helenes del mundo esos días que te alegran :-)

    http://www.livescience.com/20578-social-connection-smile-strangers.html

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  2. Muerta de amor.
    Gominolas como esa no se encuentran todos los días... aunque, pensándolo mejor, para abrir puertas que nos lleven a momentos como ese,quizá baste con dejar de lado la responsabilidad de tener un libro por leer y limitarnos a mirar lo que sucede allí donde nos encontramos...

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  3. Me ha gustado el detalle, Mafias. Como resultado de este post y tu comentario, el otro día decidí atreverme a felicitar por su disfraz de Halloween a una chica en el metro. Fue una conversación muy corta, pero por algo se empieza. Desconocidos del mundo, prepárense!

    Saris, (qué le habrá pasado a Aletheia?), me temo que mis libros son lo único que me mantienen cuerdo pasando tanto tiempo en metros y estaciones. Pero aún pongo cuidado en levantar la vista cada poco para fisgar a mi alrededor! Me alegro de que te gustara la gominola :)

    Un saludo!
    Adán.

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  4. lo bueno de la vida en general (y del transporte pùblico en particular) es que puedes ver bailar a Helene todos los dìas ^-^

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