Los mapas tienen magia

Desde siempre, es sabido que los mapas tienen magia. No se trata de una magia grande, como la de los árboles, ni ruidosa como la del viento y la tormenta. No es una magia oscura como la de la noche. Es una magia pequeña, pero que fluye y perdura y se expande, como la del agua. Es una magia humilde que cabe en un pedazo de papel.

El mapa me muestra el camino. Me muestra dónde estoy yo, y dónde están las demás cosas. El mapa me habla de lugares que quiero visitar, y me cuenta cómo llegaré a ellos. El mapa también me recuerda lo pequeño que soy, y lo mucho que me queda aún por descubrir. Por aprender. Por caminar.


Hay mapas pequeños que hablan de colinas, riachuelos, caminos de polvo y piedra, puentes para cruzar ríos y lugares donde buscar cobijo si la noche decide caer pronto. Hay mapas grandes que hablan de ciudades, que cuentan historias de reinos de hace siglos, de enemigos enfrentados. Hay mapas arrogantes que saben de países, de guerras, de tratados. Hay mapas ancianos que saben de montañas, ríos y mares. Hay mapas extranjeros que no entiendo. Hay mapas sinceros, y hay mapas con secretos.

Hay mapas de corrientes oceánicas. Hay mapas de rutas de vuelo. De cuevas y grutas, de caminos de peregrinos y senderos perdidos. Hay mapas tan viejos, que son tomados por mentirosos. Hay mapas equivocados -cuánto me alteran éstos-, a los que no consigo hacer cambiar de opinión. Hay mapas incompletos que ofrecen más preguntas que respuestas.

Pero todos ellos tienen un problema. No pueden decirte por dónde ir cuando no sabes lo que quieres. Así que cuando hay dos caminos en frente y el viento sopla fuerte, el caminante experto dobla el mapa con cuidado. Respira un momento. Mira los dos caminos, escucha y huele. Escoge uno. Y guarda el mapa en la mochila: sabe que algún día, tarde o temprano, va a volver a necesitarlo.

Siempre me han fascinado los mapas. Es porque son mágicos.

Escuchad bien lo que os digo, viajeros: tened siempre un mapa a mano.

Un saludo,
Adán.