Siempre me han gustado los finales. Tienen un matiz poético, dramático quizá. Cuando algo malo se termina, se celebra el haber dejado atrás un periodo desagradable. Si, por el contrario, era algo bueno, entonces se glorifica y se preserva herméticamente, como si los recuerdos fuese un buen vino que mejora con el tiempo.
Siempre me han gustado los principios. Traen consigo un aroma de la infancia, un cosquilleo de víspera de Reyes, una placentera incertidumbre. Los principios vienen cargados de promesas, son todo posibilidades.
Sin embargo, siendo aficionado a finales y principios, he de confesar que no me gusta mucho lo que queda en medio. Y no me refiero a lo que hay entre un principio y su final, sino entre el final de una etapa y el principio de la siguiente. Cuando terminamos de paladear esa última pizca de sabor que dejan tras de sí los finales, pero aún no nos hemos entregado a la expectativa del principio por comenzar, nos hayamos perdidos, a la deriva. No hay un rumbo que nos guíe. Y encuentro esa sensación especialmente inquietante, desasosegadora.
Hace unos días caminaba por los jardines de Merton College, recorriendo de nuevo el escenario de La Dama Boba. Recordando la luz que no hace tanto iluminaba ese árbol, ese banco, esas escaleras. Siempre recuerdo esa escena bañada en la luz dorada del sol de las siete de la tarde. Y pensaba en como, al igual que aquellos días de teatro, mis días en Oxford van llegando a su fin.
No me gustan este tipo de encrucijadas, porque representan todas las puertas que no llegaré a abrir. La libertad es sin duda una carga cruel. Suelo decir que cuando tienes varias buenas opciones, no hay que preocuparse porque no puedes elegir mal. Y aun así, el salto a lo desconocido se me antoja perturbador.
En una semana entregaré mi proyecto fin de master (al cual dedico casi todos mis días y mis noches en estos momentos), y con ello terminará mi etapa actual. Y entonces estaré flotando en el vacío, sin causa ni motivo, hasta que cobre forma el siguiente paso. En mi caso, mi brújula apunta a Londres, pero hay aún muchas decisiones que tomar, muchas puertas a las que llamar.
Cuando era niño, en los juegos siempre volvía sobre mis pasos para probar todos aquellos caminos que había dejado sin explorar. Aunque hubiese encontrado la salida, necesitaba saber que había recorrido todo el mapa, que no había dejado ningún tesoro escondido en un rincón. Ojalá ahora tuviese la garantía de que, sea cual sea el camino que escoja, se me permitirá volver atrás para seguir buscando tesoros.
Un saludo,
Adán.
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